Comentario
El hilo cronológico del siglo XVIII, que viene siendo habitual extender hasta el comienzo de la Guerra de la Independencia, anda cada vez más lejos de circunscribirse a una evolución convencional artística. Diríamos que el arte que resume, tiende a sincretizar los intercambios, a practicar a un tiempo estilos de oposición que comportan resultados contrarios, todo ello como el producto de un barroco de esplendor, el exceso formal del rococó, la ideología de la razón y los diferentes y confrontados ideales del clasicismo. Bottineau ha definido el siglo XVIII poniendo de relieve su variedad de tono por la existencia de los polos opuestos de las reglas y el capricho. Tal vez deteniéndose también en la convicción de estas claves que otorgan al siglo XVIII cierta riqueza contradictoria, el autor de "Destins du Baroque", Germain Bazin, afirma con decisión que "Barroco y Clasicismo no son algo opuesto. En la configuración de uno y de otro lo que cuenta es el mayor o menor grado de razón o de sueño". Es época en la que contingencias de todo tipo influyen en el lenguaje artístico. En 1700, la nueva monarquía borbónica establece un cambio gubernamental sobre la España del último rey de la Casa de Austria. Felipe V estrechará los lazos con la vecina Francia imponiendo un acento europeo a la cultura española que permitirá la renovación de sus propios valores, al mismo tiempo que se potencia la experiencia cultural subyacente, no menos importante en el proceso de la representación artística. Lo extranjero y lo nacional se distinguen a lo largo del proceso, pero se establece también un maridaje entre uno y otro, lo cual da lugar a una constante investigación inquieta. Será necesario señalar en capítulos sucesivos los matices de integración y diferenciación interpretando adecuadamente la esencialidad que se descubre en cada una de las alternativas, pero es indudable que el siglo obedece a una especie de ritmo alterno, no sólo de tendencias clásicas y barrocas en un juego compensador, sino en la concurrencia de una corriente extranjera con múltiples variantes y una corriente nacional que se dirige a otros modos del arte que implican su propio proceso dialéctico, que pasa a metodologías ágiles y a búsquedas de nuevo desarrollo desde su propia identidad.Antonio Ponz, fiel al clasicismo, tomó buena cuenta de las obras insertas en una estética contraria a sus criterios, despreciando, en opinión de Gaya Nuño, "cuanto hubiere de alegre fantasía en el barroco nacional" y convirtiendo la expresión churrigueresco como expresión de aquel arte, en sinónimo de mal gusto. Extremando los criterios de la corporación académica a la que pertenecía, Ponz ha contribuido a crear por largo tiempo una opinión confusa del arte nacional del siglo XVIII, alabando el españolismo de la iglesia de San Marcos de Madrid o la capilla del Pilar de Zaragoza para reconocer la maestría de Ventura Rodríguez, y rechazando el diseño del palacio de don Juan de Goyeneche por ser una extravagancia de la secta de Churriguera, obras del mismo rigor barroco aparente y que constituyen un tema fundamental para demostrar el conformismo puro y la búsqueda de un rigor interno barroco en el conjunto del sistematismo lógico del estilo.Hoy no se puede aceptar la reprobación con la que Ponz enjuicia el Transparente de Tomé o las gallardas trazas de Pedro de Ribera para el Palacio Real de Madrid, mientras alaba las elegancias de Sachetti y Sabatini, cuando sus planteamientos, sin pérdida de autoridad, no son más que el retorno a superadas estructuras de sus maestros. La aversión de determinados ilustrados hacia nombres y obras del arte español, que vive su propia mutación y riqueza en el siglo XVIII ha limitado su comprensión y valoración por tan amplia publicística, ya que ante tanto rechazo, quedó Tiépolo también sin alabanza y dejaron sin adjetivos a las obras juveniles de Goya.La mirada objetiva y crítica al siglo XVIII ha tardado tiempo en emerger, y no es porque deje de ser apreciado ese gran "Viaje por España" del honorable Ponz, valioso por otros muchos conceptos, o que el escrito de Antonio Rafael Mengs, pleno de censuras al arte local del siglo XVIII deje de tener sus propios valores teóricos. Desde los cerrados criterios de Diego de Villanueva, de Mayans y Siscar, Orellana o Capmany se raya en las mismas contradictorias calificaciones pues el propio Orellana, tal vez por llevar la contraria a Ponz, al definir la fachada del palacio valenciano del Marqués de Dos Aguas, trata la obra de Vergara "envuelta entre unos pensamientos que parecían conceptos de Nuonarrota o de su escuela...". También en su generosa defensa de Ventura Rodríguez, don Melchor Gaspar de Jovellanos, con criterio consolador, incluye al maestro de Ciempozuelos en la estética rigurosa académica, sin considerar la propia declaración de principios de don Ventura, quien se enorgullece de tener por maestros a los arquitectos barrocos de mayor definición, Bernini, Borromini y Ficher von Erlach, lejos de entender el análisis de su obra consolidada en ciertos valores de identidad barroca. Pero Jovellanos también omitió a Tiépolo y fue en exceso parco con Goya.Pero al margen del debate ilustrado, en el siglo XVIII se descubre la originalidad creadora de la Península, conociendo España las aventuras de las demás naciones europeas. Fue transformada y enriquecida, y tal vez sin llegar a la exageración de Eugenio d'Ors, que pondera la época de intensa conmoción, afirmando que el Setecientos lo hizo todo, nos parece ponderado el juicio de Marañón de que las circunstancias históricas de un cambio de siglo, de la mentalidad borbónica progresiva, y de una serie de grandes titanes aislados, hicieron posible que no se rompiese la línea de continuidad de la civilización española, modelada en este tiempo en su vena interna por una ilimitada curiosidad intelectual.